Llega el día, tras dos o tres meses de espera, en el que a uno le llega la hora de... ¿Qué? ¿Pensabais que me refería a la hora de morir? Pues no, me refería a la hora de cortarse el pelo.
Bueno, a lo que iba, esa tarde que vas a la peluquería puede ser una de las mejores, ya que, al menos en mí caso, que te corten el pelo, es uno de los mayores placeres del mundo. Sin embargo, las dos cosas malas de ese día son: que te tienes que despedir de esa magnífica melena de león que tienes por peluca ya que la has cogido un inmenso cariño (porque te sirve como reclamo, y además piensas que te queda bien). Y la otra cosa es que te entra el miedo en el cuerpo de cómo te va a quedar el nuevo corte, porque tampoco quieres que el peluquero te lo deje muy corto.
Sin embargo, al día siguiente llega lo peor,
ahí sí que sientes verdadera angustia, típica de las películas de terror en las
que el protagonista está mirando inquieto y atemorizado a todas partes atento a
un peligro inminente. Lo que pasa es que en este caso, no va a ser ninguna
muerte estrambótica, sino que puede ocurrir una cosa peor, un ataque masivo de
collejas, de esas que te pueden caer de cualquier parte y en el momento menos
oportuno. Yo todavía recuerdo una que me dio hace unos cuantos años, además con
saña, Ignacio Gómez Llano. He de reconocer que con otros compañeros de clase
era mucho peor, y aunque les compadecía, era imposible resistirme a darles,
aunque fuera una floja. De todos modos, dejemos de lado esas partes
negativas, porque nadie nos podrá quitar ese momento de relax que deseamos que nunca se
acabe.Por otra parte y ya para terminar, tenemos la suerte, para los que nos gusta, de que a lo largo de toda o casi toda nuestra vida nos va a crecer el pelo y vamos a tener que volver a la peluquería para volver a cortárnoslo. Esto puede ser una bendición para los que nos encanta o un suplicio para los que no.
Íñigo MSB
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